Hoy me desperté, así, como en Barcelona. Con frio y
la manta que se hacía pesada, pesada, porque no me la quería quitar de encima.
No quise desayunar ni cornflakes, ni yogurt (mi desayuno típico de todos los días). Quería
algo dulce. Una magdalena, o una palmera (en buen panameño, un cupcake, o una
oreja). Y, como esas no las tengo a mano (aunque me compre una oreja al mediodía),
me hice un chocolate caliente. Pues, sí. Chocolate caliente. A las 7 de la
mañana. En Panamá.
Me pasa de vez en cuando esto, que me despierto allá. No literalmente (es una verdadera lástima, imagínense que tan
divertido seria el mundo si pudiéramos tele-transportarnos), sino en sentido
figurado. Estoy allá todavía, de mente, sino de cuerpo. En días como estos
intento comerme algo dulce para el desayuno, y me visto con capas y uno de esos
sacos pesados, porque sufriré de frio hasta en mi trabajo. También suelo
escoger algún lugar para almorzar donde tenga que caminar. Cosas que no me
saquen de la rutina.
De la rutina de allá, por supuesto. Del frio y ese
no querer salir de la cama. De vestirse en capas porque en el metro haría calor,
pero afuera, afuera haría frio. Al menos para mis estándares. De las caras
conocidas en el salón de clase, y aquella amiga, que, hasta el día de hoy, con
muchos kilómetros (bueno, no tantos) de por medio, seguirá siendo tu alma
gemela. De unas birras al terminar la clase. De estar sola y no estarlo,
porque, en el fondo, tienes una familia que te hace sentir en casa.
Y, pues, si hoy estoy mentalmente allá, es quizás porque,
cuando estaba allá, estuve mentalmente por acá, paseando por el Caso Viejo. Así
es la vida de rara. Uno siempre extraña.
Pero, al menos, este tipo de nostalgia se me hace
pasable. Me como mi oreja con gusto. Me tomo el chocolate caliente. La ropa me
queda bien. Y, la gente, esa sigue estando ahí, cerca de mi corazón y de mi
mente, aunque ya no pueda verlos todos los días.