Cuando yo tenía 9 o 10 años, comenzamos a dar
catequismo en la escuela. En esos tiempos todavía se hacia la primera comunión en
las escuelas (ahórrense los comentarios sobre la edad, por favor), y había una
profesora dedicada a enseñarnos que responder en la misa y cosas así. También
nos hablaba de la Biblia. Los jueves, justamente, y lo recuerdo porque fue un
shock tremendo, teníamos clases de catequismo, y, seguidamente, clases de
ciencia.
En algún momento
del año recuerdo haber llegado a donde mi papá con un terrible problema:
alguien me estaba mintiendo, pero no estaba segura quien era. O era la maestra
de ciencias, que siempre había sido una de mis favoritas, o era la catequista,
lo que me parecía casi una blasfemia. Pero, si me estaban diciendo historias
contradictorias, una de las dos tenía que estar mintiendo. Así que, le dije a
mi papá, ¿cuál de las dos cosas era mentira, lo de Adán y Eva o lo de evolución?
Pero que me lo explicara bien, eh, para ir a decirles al día siguiente a mis
profesores que yo sabía que eran unas mentirosas.
Mi papá, en gran estilo él, me mareó espectacularmente
con un cuento paralelo de que si Adán y Eva habían evolucionado, con el
resultado de que, al día siguiente, yo no le dije mentirosa a nadie, y, no solo
eso, me sentí como que sabia más que mis profesoras.
Así es mi papa. Tengo mil ochocientas otras historias,
pero no caben aquí. No caben en un solo día. Son cada juego de béisbol, fútbol,
tenis, carrera de Fórmula 1, etc, que hemos visto juntos, a horas normales, o a
horas inhumanas. Cada discusión, cada pelea, cada sonrisa. Cada cosa que aprendí
a ser y hoy soy, gracias a ti.
Feliz día, papito. Te quiero.
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