Caminaba despacio, sigilosamente, tratando de
minimizar el ruido sordo de los zapatos contra el gastado piso de madera. No
podía darse el lujo de que lo oyeran. Era de noche, y su chaqueta negra, en
vano intento de camuflaje, contrastaba con el emancipado edificio.
El chirrido de los escalones parecía gritar, ‘Aquí
estoy’, pero aun así, nunca había sido descubierto. Le agregaba cierto
atractivo al asunto, la posibilidad de ser atrapado. Quizás por eso no se
quitaba los zapatos y se asomaba periódicamente por una de las numerosas
rendijas en la madera para observar cómo la brillante luz de luna bañaba el
parque (donde las palomas transitaban libremente por la calle desierta, en
perfecto orden y sin necesidad de semáforo).
Con cada paso, sus manos se aferraban al pequeño
objeto negro en su bolsillo derecho, sólo para soltarlo de nuevo, acción
repetitiva que se antojaba calmante. Ya pronto llegaría a su lugar. Desde aquí
no podía observar nada con claridad.
Dios quiera que este edificio no vaya a caerse conmigo
adentro uno de estos días, pensó mientras miraba por una abertura, esta vez lo
suficientemente grande como para asomarse entero. La luna se reflejaba completa
sobre el edificio contiguo, dejando entrever dos figuras conocidas que se unían
formando líneas borrosas, y luego se separaban, sólo para unirse de nuevo en
geometría infinita que empañaba las ventanas, y se repetía una y otra vez.
Una mueca le deformó la cara, dando paso a una
sonrisa. Sus pies se detuvieron, estiró la mano para acercar la silla que tenía
muchos meses de ocultarse en el mismo rincón, rebuscó en su bolsillo, sacó unos
pequeños binoculares, y se dedicó una vez más a su pasatiempo favorito:
observarlos.
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