Una vez que termines tu primera novela, el resto es
fácil, me dijeron. La difícil es la primera. Luego ya la agarras el gusto al
asunto. Todo se vuelve más sencillo.
HA.
Mentira podrida. En serio. La mentira más grande que
me han dicho jamás. Llevo ya dos novelas completas (una en ingles que escribí
hace mucho tiempo, mas como práctica que cualquier otra cosa y nunca más he
volteado a ver, y una en español a la que le acabo de poner el punto final hace
poco), la mitad de otra que abandone
porque la historia se me salió de las manos, y otra más, en inglés, en la que
estoy trabajando en este momento, y si algo he aprendido es que todas las
historias son diferentes. Todos los procesos son diferentes.
Algo así como los hijos. No te salen dos iguales.
Y no digo solo que los procesos difieren de escritor
a escritor, no. A veces difieren hasta de novela a novela. (La mayor parte de
las veces, pero ser honestos) Algunas necesitas planearlas más o llegas al
capítulo trece y te das cuenta que vas a tener que volver a escribir todo.
Otras medio que te van saliendo con una planeación básica. Hay unas que
escribes a cuentagotas. Otras en la que no puedes parar de escribir.
Es que, en el fondo, escribir es una cosa medio
mágica. Nunca se aprende a escribir. Mucho menos se descubre los pasos para
escribir una novela. No hay una receta a seguir: una pizca de esto, una
cucharadita de aquello, y ya está.
Ya sé que esta no es una opinión popular. A mí me
gusta pensar que se mejora. Pero, que aburrido seria aprenderlo todo. No habría
razón para escribir. No habría experimentos. Y creo que tampoco habría novelas
buenas. Todas serian iguales. De A a B y de B a C, siempre de la misma manera.
Ah, no. Así ni juego. A mi déjenme con mis
problemas. Con mis sufrimientos. Con mis historias. Y si cada una quiere ser
diferente, torturarme de una manera
disímil, pues, so be it. Mejor
así.