Acabo de poner el punto final en mi novela. Así, el
punto final final final. No creo que
haya más que decir. Quizás necesite algo más de edición, a lo mejor se me hayan
olvidado trescientas tildes, todas mis comas estén mal puestas o Word no me
haya corregido alguna palabra inventada, pero…terminé. It’s done. C'est
fini. La historia se acabó.
No hay más que contar.
Me cuesta admitirlo, eh. Más de lo que se imaginan.
Siete meses con esta historia y los personajes se han vuelto mis amigos.
Durante meses he pensado en ellos en los momentos más extraños (justo cuando me
voy a dormir, en la ducha, en medio de leer otro libro), he sufrido sus penas, me he regocijado con sus
dichas. Se lo que piensan, siento lo que
sienten. Son parte de mí. Diría que son como mis hijos, pero, de alguna forma,
me imagino que son más que eso. Los hijos
se van. Descubren su propia vida y nos abandonan, para vivirla. Los personajes,
pase lo que pase, se quedan con uno para siempre.
Tal vez por eso la sensación es algo bittersweet. Por un lado, estoy tan feliz de haber
terminado que tengo ganas de ir a tomarme un trago de whisky (Odio el whisky). Y,
por otro, quiero inventarme otro problema, introducir otra situación, hacerlos que se queden conmigo. Al fin y al
cabo, son míos. Nadie los va a querer como yo. Nadie los va a apreciar como yo.
A nadie le van a dejar un hueco en el alma como a mí.
Yo, que pasé meses de meses investigando para que
caminaran por los lugares donde debían caminar, se vistieran como debían vestirse.
Para que fueran los personajes que debían ser. Yo, que me invente nuevas formas
de decir lo mismo solo para ellos. Yo, que debatí conmigo misma sobre ese
final, incontables veces.
Pero ya se han ido. Puedo sentirlo. Ya no son míos. Todavía
no son de alguien más, porque nadie los ha leído, pero ya no son simplemente míos.
Se van. Me dejan un hueco que solo se una forma de llenar.
Seguir escribiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario