Hay más palabras. Hay muchas. Todas. Estas son las de ahora. Te
quiero, papi. Ojalá desde donde estés, me puedas leer.
Buenas tardes. Comienzo
dando las gracias a todos, por estar aquí, por el cariño que hemos recibido, por
parte de la familia, los amigos y la comunidad de Bolos, no solo de Panamá,
sino de muchos otros países donde mi papá hizo amigos, pasó tiempo, y dejó un
poquito de él.
Mi papá solía decir que yo
era la mujer de las palabras. Y es cierto. Las palabras siempre han sido lo
mío. Pero en estos días las palabras me han fallado. Es curioso como algo que
yo siempre pensé estaría ahí siempre se desvanece en un instante.
A pesar de eso, voy a intentar pararme aquí a hablarles de él.
Solo por un momento. Las palabras todavía no me han regresado completamente y,
en instantes como estos, sobran.
Mi papá era amor. No porque daba
amor, aunque si lo daba, no porque enseñaba amor, aunque eso también lo hacía.
No, mi papá era amor. No solo con nosotras, sino con todos los que tuvieron la
dicha de conocerlo. Si alguien alguna vez le pedía algo, mi papá se salía del
camino por hacerlo. Si alguien le preguntaba algo y él no lo sabía, mi papá lo
averiguaba. Cuando estaba chiquita mi papá y yo jugábamos un juego. Creo que le
tocó también a Giz. Hasta a mi mamá cuando hacíamos viajes largos. Yo lo
llamaba el juego de los useless facts. Ganaba el que averiguaba un fact que el
otro no sabía. Yo casi nunca ganaba. En verdad, casi nadie ganaba más que él. Mi
papá lo sabía todo. Pero en serio. Jugar Trivial Pursuit con él era una
experiencia temible. Muchos años después me di cuenta de que yo si ganaba. Yo
aprendía.
Él ya no está, pero nosotras
somos mi papá. Somos fútbol americano, somos Argentina, somos golf, somos
juegos de mesa. Somos Piero. Serrat. Somos lo que él nos enseñó, lo que a él le
gustaba. Somos mi papá.
Como papá lo compartí con
Giselle, como hombre que enseñaba, que daba consejos, lo compartí con el mundo.
Mi mamá, sin embargo, lo tuvo todo para ella. Hace poco me contó esta historia.
Un día, saliendo de un examen, en la universidad, de esos donde uno casi que
sabe que le fue fatal, ella le pidió a mí papa algo. Dime algo, Eric. Mi papá
seguramente no tenía mucho que decir para consolarla. (Conociéndolo seguramente
sabia cuales habían sido cada una de las respuestas que había tenido mala. Él
era así). Pero si tenía una poesía para mi mamá. Se imaginan…una poesía.
Hoy la tierra y los cielos
me sonríen,
Hoy llega al fondo de mi
alma el sol,
Hoy la he visto…, la he
visto y me ha mirado…,
Hoy creo en Dios!
Sin esa poesía quizás
no hubiéramos nacido Giselle y yo.
Es lo que decía antes. Amor.
A mi papá le sobraba. Nunca fue egoísta con eso. Nunca fue egoísta con nada.
Quizás por eso tenía tanta gente que lo quería. Mucha más, creo, de lo que él
se pudo imaginar. Ojala pudieras ver esta gente aquí reunida hoy, papito. Ojalá
pudieras darte cuenta de a cuanta gente tocaste, de cuanta gente aprendió de
ti, de cuanta gente te llevará con ellos, cada día, a cada paso.
Y ojalá yo pueda en mi vida,
en mi trabajo, en lo que escribo, pienso y soy derrochar la cantidad de amor
que prodigabas tú, papi. Ojalá haya aprendido algo. Yo creo que sí. Pero como tú
dirías, ahora hay que probarlo.
Termino con esto: Cuando me
fui a Barcelona mi papá me hizo prometerle que iba a tener cuidado antes de
montarme al metro, que no iba a caminar sola por la ciudad de noche y que iba a
ir a ver mucho fútbol. Todas las promesas aún valen. Hace rato que no había
pensado en ellas. Pero no son las palabras en específico lo que importa. Es la
idea. Cuídate, quería decir mi papá. Cuídate y pásala bien. Y eso haré. Todas
lo haremos. Porque, al final, eso es lo que es el amor, ¿no? Mantener
las promesas pase lo que pase.
-Panamá, 4 de julio de 2014
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