Esta es la tercera reseña de los libros que me tocó presentar en la
Feria del Libro. Este, en particular, se presentó el Sábado 24 de Agosto, a las
8PM.
Conocí a Leocadio hace ya un par de años, en, curiosamente, un taller
de cuentos. Siempre he creído que los talleres de cuento son los mejores
lugares para hacer amigos de esos que te quedan, porque ya de por si escribir
es sacarse algo de adentro, y, hacer esto para que luego alguien que no conoces
muy bien te diga tres comentarios negativos, y venir la próxima semana,
habiendo interiorizado esos comentarios para luego tratar de nuevo, y de nuevo,
y de nuevo….pues, eso solo tiene dos soluciones posibles.
Espero no sorprenderlos con esta revelación, pero la gente en los
talleres o se odia a muerte o se amala con locura. Como estoy aquí hoy, se
pueden imaginar que Leocadio y yo no terminamos en la opción número 1. Es más,
aquí veo bastantes caras conocidas de ese famoso taller y casi me da ganas de
decir, bueno, apenas se acabe esto, saquen pluma y papel, y vamos.
Aún desde entonces, y la verdad es que todo el mundo llega a un taller
con, como diríamos en buen panameño, los pantalones abajo, pero, aun desde
entonces …al leer a Leocadio, era fácil ver …pues …ver ese algo. Hay una cosa
que suele pasar cuando la gente se reúne repetidamente, y tiene que ver con la
maldita confianza y es el hecho de que las malas costumbres se pegan. Les juro.
Así pasa. Si no me creen pregúntenle a Carlos.
La de nosotros era la de hacer la tarea a las 4 de la tarde. Y cuando
digo hacer la tarea a las 4 me refiero a escribir la primera palabra a las 4,
eh. (el taller era a las 6). Los resultados obvios son que lo que llevas al
taller puede no ser lo mejor que has escrito en tu vida. Pero, aun entonces,
Leocadio tenía algo…algo que no tiene otra palabra para describirlo, sino
magia.
No me refiero solo a la magia de poder encontrar el tema ese que va a
causar que tu corazoncito haga pum, pum, pum, aunque Leocadio también tiene un
excelente tino con eso, me refiero a la magia de encontrar las palabras
precias, o quizás no las precisas, las palabras mágicas, las que nunca se te
hubiera ocurrido usar, pero, extrañamente, son las que logran describir de la
mejor manera lo que estas tratando de transmitir.
Esto que les estoy tratando de explicar, obviamente, no se puede
explicar. Solo se puede sentir. Las palabras perfectas son solo unas y es muy
difícil hablarles de las palabras perfectas sin leerles las palabras perfectas
y si les leo las palabras perfectas, todo este asunto pierde la gracia, porque
la gracia es, precisamente, abrir el libro, leer esa frase y que la frase casi
te golpee. Así que, por ahora, van a tener que confiar en mí.
Lo que parecen ser las palabras perfectas para mi pueden no serlo para
otros, reconozco eso. Pero las palabras están ahí para evocar una imagen. Yo
les digo ella era pequeña y gorda, Leocadio les dice, ella era pequeña y
redonda. Es solo una palabra, pero lo cambia todo. Yo les digo recordé, y
Leocadio les dice atrapé los recuerdos. Es lo mismo, pero no lo es. Parece
mentira. Es la magia de las palabras. La magia de contar.
Va más allá de eso. Yo les hablo de la luz del día, y ustedes, con suerte,
se imaginan un día soleado. Leocadio habla sobre la transparencia del sol y
ustedes casi sienten el calor. Cuando recién nos conocimos y yo empecé a leer a
Leocadio, pase días frente a un documento en blanco, tratando de que se me
ocurrieran las frases que a Leocadio parecían salirse natural. Días. Lo
prometo. Luego abandone el intento, porque cada quien tiene lo suyo, y este no
era mi don. Era el de Leocadio.
Los temas, dicen por ahí, son universales. Tampoco hay tantos, es
verdad. Uno escribe de la vida, o escribe de la muerte, o escribe del amor, o
escribe de…escribe de…vieron? Ya se me acabaron. Todos los temas, de una forma
u otra, están relacionados. Todo el mundo cuenta la misma historia. Entonces el
mayor acierto de un escritor no está simplemente en encontrar la historia
adecuada (las historias están por ahí, lo buscan a uno), sino en encontrar las
palabras parar contar esas historias.
Este es el mayor talento de Leocadio como escritor, y talento es lo
que le sobra, el de pintar una imagen con palabras, así como haría un pintor,
pero no con las mismas palabras que usaríamos el resto de nosotros, sino con
palabras sorprendentes. Con palabras nuevas.
Palabras nuevas que al final son las mismas, pero no lo son. No como las usa él.
Todo esto les va a parecer nada más que divagaciones. Todavía no me he
puesto a hablar de los cuentos uno por uno, que si este es mejor que otro, que
si a mí me gustó más tal o cual, y, en verdad, no lo voy a hacer. A cada uno le
gusta lo que le gusta, y no voy yo a venir a decirles cual les debe gustar o
cual no. A mí, en verdad, me gustó todo. Lleva mucho tiempo gustándome. Es más,
creo que estoy aquí sentada, enfrente de ustedes, porque mi reacción al saber
que Leocadio iba, por fin, a publicar su libro, fue la de amenazar con traer
confeti a la presentación. No exagero. Los buenos libros me ponen, así, feliz.
Feliz, feliz, feliz, repetido muchas veces.
Y este es un buen libro. No lo digo solamente porque conozco a
Leocadio, ni siquiera lo digo porque tuve el placer de verlo comenzar,
intentar, intentar, corregir, intentar e intentar, al mismo tiempo que lo hacía
yo. Y tampoco lo digo porque del Leocadio que vi yo ese primer día en el taller
al Leocadio de ahora haya, como decimos, mucho trecho, sino porque…aun haciendo
tripas corazón y viendo esto de la manera más objetiva posible, este es un
buen, buen, buen libro. Así, con la palabra buen repetido tres veces. Para que
me crean.