lunes, 30 de septiembre de 2013

Editing process, an internal Monologue V. 2.0

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I’ve been sorta MIA, stuck in the land of editing, and though that is not exactly a fulfilling land, I can’t seem to break out of it. I need to keep at it. I need to finish.

Strange thing is, with each second spent editing I find more and more stuff TO edit.

The internal monologue changes each time. Edit number one seems tough, and, in a way, it is. You re-read and think, boy, I USE this word a lot. I need to expand my vocabulary. You catch some stupid continuity mistakes and you go, oh, I’m glad I caught this one before sending it to everyone else. You cut out some repetitions and think, I’m really cleaning this up nice.

And then, you send it to someone else.

Every writer should be lucky enough to have someone in their life (or, in my case, more than one person), who can read over your stuff and go: “This is crap. You need to rewrite it.”

It won’t be what you want to hear, of course. And it will suck, I’m not saying it won’t. But it’ll make you better. Your critique partners might not always be right. But they’ll make you think. And the thinking, that will make you better.

So, edit number two is going sorta like this:

I could have SWORN I’d gotten rid of all repetitions. How come I’ve used this exact same word 396 times in my manuscript??

::reads more::

And this …how did I write this? IT’S A TOTAL CONTRADICTION. My character can’t be saying THIS if he’s going to be saying the exact OPPOSITE in two chapters. UGH. I seriously did not think this through. 

::continues reading::

This is boring as hell. NOTHING IS HAPPENING. WHY DID I WAIT SO LONG TO MAKE SOMETHING HAPPEN? Oh, God, no. I’m going to have to cut this. And this. And that. And write more. A lot more. Oh, crap. Why did I ever think writing a novel was easy? WHY? WHY?

Sort of. Kind of. Exactly like that.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Confesiones

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Una amiga muy querida comenzó con el feeling de las confesiones hace poco, y, pues me inspiró a sentarme a pensar en que exactamente confesaría yo, si tuviera que hacer lo mismo. Y no hablo de pequeñas confesiones, no, hablo de esas que dan pena. Esta es la respuesta:

Lo confieso. Leí Twilight. Pido perdón por mis transgresiones, pero es que, tienen que entenderme… ¿Cómo criticar sin leer? Y no, no leí los cuatro libros, tampoco soy masoquista. Solo el primero. Y bueno, sí me salte algunas páginas. Bastantes. Casi todas. Ahora estoy comenzando a pensar si debería contar como que lo leí. Y si, fui a Wikipedia a averiguar que pasaba después, porque I’m addicted to the train-wreck factor. 

Vi la película también. Granted, tuve que emborracharme para hacerlo, pero la vi (I blame you, C!). Les juro, después de ocho shots de hard liquor, es mega divertida. Seguramente la gente en el cine no estará de acuerdo conmigo.

Intenté leer 50 Shades of Grey. Otra vez, tiene que ver con lo de poder criticarla. No pude. Y tengo una high tolerance for crap, eh. Pero, que va. Too much for me.

He visto todos y cada uno de los capítulos de Grey’s Anatomy, la mayoría de ellos más de una vez. Si, ya se, es un poco melodramático. Irreal. Pero, me gusta. No puedo evitarlo. También me gustan los realities.  Es como ver televisión sin que se requiera ningún pensamiento elevado. No me tienen que decir que la mayoría no son reales, etc, etc, etc. Ya sé. Igual me gustan.

Me gustan las papitas fritas, no con kétchup, sino con helado de vainilla. Batido, aun mejor. No me gustan los hot-dogs. Odio el blue cheese. 

También, a pesar de todo lo que digan o dejen de decir, pues, si, me gusta Ricardo Arjona.  Me encantan los musicales. Soy perfectamente capaz de pasar un día entero en el sillón, sin moverme, viendo deportes. Y, ayer, vi Australia, completita. Por segunda vez. Hugh Jackman does that to me.

lunes, 2 de septiembre de 2013

La puerta transparente, de Leocadio Padilla

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Esta es la tercera reseña de los libros que me tocó presentar en la Feria del Libro. Este, en particular, se presentó el Sábado 24 de Agosto, a las 8PM.

Conocí a Leocadio hace ya un par de años, en, curiosamente, un taller de cuentos. Siempre he creído que los talleres de cuento son los mejores lugares para hacer amigos de esos que te quedan, porque ya de por si escribir es sacarse algo de adentro, y, hacer esto para que luego alguien que no conoces muy bien te diga tres comentarios negativos, y venir la próxima semana, habiendo interiorizado esos comentarios para luego tratar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo….pues, eso solo tiene dos soluciones posibles. 

Espero no sorprenderlos con esta revelación, pero la gente en los talleres o se odia a muerte o se amala con locura. Como estoy aquí hoy, se pueden imaginar que Leocadio y yo no terminamos en la opción número 1. Es más, aquí veo bastantes caras conocidas de ese famoso taller y casi me da ganas de decir, bueno, apenas se acabe esto, saquen pluma y papel, y vamos. 

Aún desde entonces, y la verdad es que todo el mundo llega a un taller con, como diríamos en buen panameño, los pantalones abajo, pero, aun desde entonces …al leer a Leocadio, era fácil ver …pues …ver ese algo. Hay una cosa que suele pasar cuando la gente se reúne repetidamente, y tiene que ver con la maldita confianza y es el hecho de que las malas costumbres se pegan. Les juro. Así pasa. Si no me creen pregúntenle a Carlos. 

La de nosotros era la de hacer la tarea a las 4 de la tarde. Y cuando digo hacer la tarea a las 4 me refiero a escribir la primera palabra a las 4, eh. (el taller era a las 6). Los resultados obvios son que lo que llevas al taller puede no ser lo mejor que has escrito en tu vida. Pero, aun entonces, Leocadio tenía algo…algo que no tiene otra palabra para describirlo, sino magia.

No me refiero solo a la magia de poder encontrar el tema ese que va a causar que tu corazoncito haga pum, pum, pum, aunque Leocadio también tiene un excelente tino con eso, me refiero a la magia de encontrar las palabras precias, o quizás no las precisas, las palabras mágicas, las que nunca se te hubiera ocurrido usar, pero, extrañamente, son las que logran describir de la mejor manera lo que estas tratando de transmitir.

Esto que les estoy tratando de explicar, obviamente, no se puede explicar. Solo se puede sentir. Las palabras perfectas son solo unas y es muy difícil hablarles de las palabras perfectas sin leerles las palabras perfectas y si les leo las palabras perfectas, todo este asunto pierde la gracia, porque la gracia es, precisamente, abrir el libro, leer esa frase y que la frase casi te golpee. Así que, por ahora, van a tener que confiar en mí. 

Lo que parecen ser las palabras perfectas para mi pueden no serlo para otros, reconozco eso. Pero las palabras están ahí para evocar una imagen. Yo les digo ella era pequeña y gorda, Leocadio les dice, ella era pequeña y redonda. Es solo una palabra, pero lo cambia todo. Yo les digo recordé, y Leocadio les dice atrapé los recuerdos. Es lo mismo, pero no lo es. Parece mentira. Es la magia de las palabras. La magia de contar. 

Va más allá de eso. Yo les hablo de la luz del día, y ustedes, con suerte, se imaginan un día soleado. Leocadio habla sobre la transparencia del sol y ustedes casi sienten el calor. Cuando recién nos conocimos y yo empecé a leer a Leocadio, pase días frente a un documento en blanco, tratando de que se me ocurrieran las frases que a Leocadio parecían salirse natural. Días. Lo prometo. Luego abandone el intento, porque cada quien tiene lo suyo, y este no era mi don. Era el de Leocadio. 

Los temas, dicen por ahí, son universales. Tampoco hay tantos, es verdad. Uno escribe de la vida, o escribe de la muerte, o escribe del amor, o escribe de…escribe de…vieron? Ya se me acabaron. Todos los temas, de una forma u otra, están relacionados. Todo el mundo cuenta la misma historia. Entonces el mayor acierto de un escritor no está simplemente en encontrar la historia adecuada (las historias están por ahí, lo buscan a uno), sino en encontrar las palabras parar contar esas historias. 

Este es el mayor talento de Leocadio como escritor, y talento es lo que le sobra, el de pintar una imagen con palabras, así como haría un pintor, pero no con las mismas palabras que usaríamos el resto de nosotros, sino con palabras sorprendentes. Con palabras nuevas.

Palabras nuevas que al final son las mismas, pero no lo son.  No como las usa él. 

Todo esto les va a parecer nada más que divagaciones. Todavía no me he puesto a hablar de los cuentos uno por uno, que si este es mejor que otro, que si a mí me gustó más tal o cual, y, en verdad, no lo voy a hacer. A cada uno le gusta lo que le gusta, y no voy yo a venir a decirles cual les debe gustar o cual no. A mí, en verdad, me gustó todo. Lleva mucho tiempo gustándome. Es más, creo que estoy aquí sentada, enfrente de ustedes, porque mi reacción al saber que Leocadio iba, por fin, a publicar su libro, fue la de amenazar con traer confeti a la presentación. No exagero. Los buenos libros me ponen, así, feliz. Feliz, feliz, feliz, repetido muchas veces. 

Y este es un buen libro. No lo digo solamente porque conozco a Leocadio, ni siquiera lo digo porque tuve el placer de verlo comenzar, intentar, intentar, corregir, intentar e intentar, al mismo tiempo que lo hacía yo. Y tampoco lo digo porque del Leocadio que vi yo ese primer día en el taller al Leocadio de ahora haya, como decimos, mucho trecho, sino porque…aun haciendo tripas corazón y viendo esto de la manera más objetiva posible, este es un buen, buen, buen libro. Así, con la palabra buen repetido tres veces. Para que me crean.

 
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