Pasé mucho tiempo extrañándolos. Un día, a finales de abril, me dirigí al Mercat de la Boqueria, dispuesta a darme
un lujo. Pero el gusto costaba cuatro euros. ¡Cuatro euros por un mango! ¿Se lo
imaginan? Con lo que cuestan los mangos en Panamá. Me dio tanto asco solo de
pensarlo que tuve que irme sin él. Con
cuatro euros se compran bastantes cosas.
Me
comí un melocotón eso sí, para no irme sin una condenada fruta, y me resigné a
añadir una cosa más a mi lista de todo lo que me hacía falta. Al fin y al cabo,
no lo extrañaría por mucho tiempo. Ya estaba llegando la hora de ir a casa.
Excepto
que la vida no es siempre como uno la planea. A veces pasan cosas malas, que te
obligan a revalorar. Otras pasan cosas buenas, que te hacen dar gracias a Dios.
La combinación de estas a veces te mantiene lejos de casa.
Regresé
el próximo abril, dispuesta a comprarme el mango de cuatro euros y sentirme
nuevamente en casa, sentada bajo el palo aquel, en la finca de mi abuelo.
Comiendo uno, dos, cinco, siete, tantos como quisiera. Él me los daba ya
pelados.
Esta
vez no había mangos. Ni uno solo, por más que yo estuviera dispuesta a pagar un
ojo de la cara por ellos. Se quedaron solamente en mis ansias, en mis
remembranzas de aquel lugar que llamamos hogar.
Planeé
regresar tantas veces. Intenté hacerlo. Pero acá tenía una mejor vida. ¿Para
qué dejarla? Y si a veces la nostalgia era tanta que me daba por llorar, pues,
eso era normal. ¿Cómo no iba a extrañar?
Luego
te fuiste tú. Te marchaste. Y yo ya no regresé más. No tenía ganas. Mi casa
dejó de existir. Formé un hogar, primero, en un cuartito con miles de fotos, y
luego en un apartamento ultra-modernista que seguramente tú hubieras odiado.
Con un novio flaco y alto que corría maratones y con el que nunca me casaría,
porque ya no creía en eso, ya no creía en nada.
Nunca
volví al Mercat de la Boqueria,
porque me recordaba que nunca podría volver a pisar mi casa, no aquella que
dejé, pero en mis recuerdos, es siempre mayo, tú me abrazas y huele a mangos.