martes, 8 de mayo de 2012

Mafalda y yo.

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Yo crecí con Mafalda. Mi mamá siempre fue una fanática y, de pequeña, Mafalda fue una de las primeras cosas que leí, leí y seguí leyendo. Lo leí tanto que arruine la colección de mi mamá, y, ahora, de grande, tuve que comprársela de nuevo, ya empastada y bonita para reemplazar aquella colección que, de tanto ojearla, casi quedo en pedazos (En mi defensa debo decir que era una niña y me tomaría algunos años más entender el concepto de cuidar los libros) 

Tanto lo leí que, a la fecha, todavía puedo recordar claramente bastantes situaciones, puedo accesar* en mi cerebro muchísimas citas, sin necesidad de consultar el original. 

Hoy me desperté pensando en mi fiel amiga de infancia y no me la he podido sacar de la cabeza. Quizás es que ando de humor raro y Mafalda tiene una respuesta para todo. A lo mejor es simplemente que, al llegar a la oficina y mirarme en el espejo, me di cuenta que estaba horriblemente despeinada. O quizás no es ninguna de esas cosas. Tal vez es simplemente que hay muchas lecciones de Mafalda que se quedaron conmigo. 

Por ejemplo, de Mafalda aprendí que no hay porque quejarse si nadie está escuchando, que si le sonríes a todo el mundo la gente pensará que estás loca, que en este mundo cada vez hay más gente y menos personas y que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno. 

También aprendí que todos, absolutamente todos, podemos quedar como un vulgar pichiruchi, que nunca falta quien sobra, que el alma no tiene definición, que a los amigos hay que quererlos como son, y que a veces es mejor no crecer. Ah, y que todo lo malo se acaba, hasta los malos días. 



*La RAE dice que esto no es una palabra, pero a mí como que me gusta, así que ahí se queda.

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