lunes, 7 de julio de 2014

Papá, papito, papi...

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Hay más palabras. Hay muchas. Todas. Estas son las de ahora. Te quiero, papi. Ojalá desde donde estés, me puedas leer. 



Buenas tardes. Comienzo dando las gracias a todos, por estar aquí, por el cariño que hemos recibido, por parte de la familia, los amigos y la comunidad de Bolos, no solo de Panamá, sino de muchos otros países donde mi papá hizo amigos, pasó tiempo, y dejó un poquito de él.

Mi papá solía decir que yo era la mujer de las palabras. Y es cierto. Las palabras siempre han sido lo mío. Pero en estos días las palabras me han fallado. Es curioso como algo que yo siempre pensé estaría ahí siempre se desvanece en un instante.

A pesar de eso,  voy a intentar pararme aquí a hablarles de él. Solo por un momento. Las palabras todavía no me han regresado completamente y, en instantes como estos, sobran.

Mi papá era amor. No porque daba amor, aunque si lo daba, no porque enseñaba amor, aunque eso también lo hacía. No, mi papá era amor. No solo con nosotras, sino con todos los que tuvieron la dicha de conocerlo. Si alguien alguna vez le pedía algo, mi papá se salía del camino por hacerlo. Si alguien le preguntaba algo y él no lo sabía, mi papá lo averiguaba. Cuando estaba chiquita mi papá y yo jugábamos un juego. Creo que le tocó también a Giz. Hasta a mi mamá cuando hacíamos viajes largos. Yo lo llamaba el juego de los useless facts. Ganaba el que averiguaba un fact que el otro no sabía. Yo casi nunca ganaba. En verdad, casi nadie ganaba más que él. Mi papá lo sabía todo. Pero en serio. Jugar Trivial Pursuit con él era una experiencia temible. Muchos años después me di cuenta de que yo si ganaba. Yo aprendía.

Él ya no está, pero nosotras somos mi papá. Somos fútbol americano, somos Argentina, somos golf, somos juegos de mesa. Somos Piero. Serrat. Somos lo que él nos enseñó, lo que a él le gustaba. Somos mi papá.

Como papá lo compartí con Giselle, como hombre que enseñaba, que daba consejos, lo compartí con el mundo. Mi mamá, sin embargo, lo tuvo todo para ella. Hace poco me contó esta historia. Un día, saliendo de un examen, en la universidad, de esos donde uno casi que sabe que le fue fatal, ella le pidió a mí papa algo. Dime algo, Eric. Mi papá seguramente no tenía mucho que decir para consolarla. (Conociéndolo seguramente sabia cuales habían sido cada una de las respuestas que había tenido mala. Él era así). Pero si tenía una poesía para mi mamá. Se imaginan…una poesía.  

Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
Hoy llega al fondo de mi alma el sol,
Hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,
Hoy creo en Dios!

Sin esa poesía quizás no hubiéramos nacido Giselle y yo. 

Es lo que decía antes. Amor. A mi papá le sobraba. Nunca fue egoísta con eso. Nunca fue egoísta con nada. Quizás por eso tenía tanta gente que lo quería. Mucha más, creo, de lo que él se pudo imaginar. Ojala pudieras ver esta gente aquí reunida hoy, papito. Ojalá pudieras darte cuenta de a cuanta gente tocaste, de cuanta gente aprendió de ti, de cuanta gente te llevará con ellos, cada día, a cada paso.

Y ojalá yo pueda en mi vida, en mi trabajo, en lo que escribo, pienso y soy derrochar la cantidad de amor que prodigabas tú, papi. Ojalá haya aprendido algo. Yo creo que sí. Pero como tú dirías,  ahora hay que probarlo.

Termino con esto: Cuando me fui a Barcelona mi papá me hizo prometerle que iba a tener cuidado antes de montarme al metro, que no iba a caminar sola por la ciudad de noche y que iba a ir a ver mucho fútbol. Todas las promesas aún valen. Hace rato que no había pensado en ellas. Pero no son las palabras en específico lo que importa. Es la idea. Cuídate, quería decir mi papá. Cuídate y pásala bien. Y eso haré. Todas lo haremos. Porque, al final, eso es lo que es el amor, ¿no? Mantener las promesas pase lo que pase. 

                                                                                                   -Panamá, 4 de julio de 2014

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